viernes, 24 de julio de 2009

No: los domingos sin polo planchado y sin arte no son lo mismo


El otro día escuchaba como alguien, una mujer, contaba a otro alguien, otra mujer, su gran satisfacción por haberle comprado a su hijo unos zapatos que le valdrían tanto para los días festivos como para los días corrientes, unos zapatos que, además, eran “monísimos”. Esta idea de lo que hay que preservar para lucir el domingo, lo que hay que cuidar y pulir, y, claro está, no manchar, ha regido la vida de la burguesía bienpensante desde sus mismos orígenes. Ha regido el día a día, la vida cotidiana, ha regido la distribución espacial de sus casas, sus consumos, sus fiestas, sus armarios e incluso el gasto de su tiempo entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, un ocio quizá vicario, de atasco, churro y empanadilla. Además, y como no podía ser de otro modo, está parcelación ha creado y regido la noción misma de arte contemporáneo. Marcel Duchamp es quien es porque intenta, por todos los medios de su retórica y de su mismo estar en el mundo, escabullirse de esta división de los tiempos y las acciones. Llega alto cuando dice"nunca he hecho una distinción entre mis gestos de todos los días y mis gestos de domingo". Como los estupendos zapatos multi-ocasión del hijo de aquella que hablaba, la obra de Duchamp parece querer diluir esta diferenciación e incorporar en la misma noción de arte precisamente eso, los gestos de todos los días, tanto en los laborables como en los que no lo son. Pero, nos preguntamos, ¿logrará realmente escapar de la plancha dominical? ¿o al final han acabado los críticos de arte por plancharle el polo, con él dentro?

Pilar Parcerisas, autora de Duchamp en España, se mueve en la mismísima paradoja que sostuvo la vida de Duchamp. Por una parte habla de él, apuntando sus palabras, como aquellas tan repetidas de considerarse no más que “un agente respirador”, de no estar “nada interesado en el arte”, de querer ser “un tipo clandestino, como el artista de mañana”, un hombre que emplea ese tiempo que dará un reloj visto de perfil, esto es, un tiempo sin tiempo, que, y relacionado con esta idea de timelessness, le confiere la calidad, y la cualidad, del “aristócrata anarquista”, o del “hombre manierista”, o del “dandy cerebral”, que para el caso, viene a ser lo mismo. El se construye así, como un artistocrata zambullido en un permanente loisir, y Parcerisas, como buena historiadora a la zaga del genio, se lo cree a pies juntillas. Así nos lo muestra con sombrilla, como un hombre que se pasa el tiempo jugando al ajedrez y bajo su propia, y transportable, sombra: “Permanezco en la sombra. Es maravilloso. Todo el mundo, por el contrario, toma el sol para broncearse; es algo que me horroriza”. Lo que le horroriza no es el sol, claro está, sino todo el mundo, los otros, los demás, los vulgares disfrutones satisfechos y fácilmente contentables. La curiosidad es que casi todo el libro, y casi toda la vida de Duchamp, está salpicada de obras acabadas, firmadas y preservadas con sumo esmero y cuidado. En particular Pilar Parcerisas se centra en la última gran obra de Duchamp, Étant donnés que lee, sin explicarlo demasiado, todo sea dicho, como “la gran obra” que resuelve el gran problema de la teatralidad del arte y del lugar del espectador, cómo lo resuelve y porqué es tan grande obra no queda nada claro, ya que, si recordamos, para Duchamp no había obra alguna que no fuese de domingo y lo único que importaban eran los “gestos” de todos los días, como dicen en la publicidad de ahorro energético.

Así pues nos queda la duda de si venerar todo el enjambre de noticias en torno a la vida y milagros del gran Marcel Duchamp, lo que implicaría: intentar descifrar el posible enigma que abre el misterioso ensamblaje del Étant donnés; tratar de recordar los alambicados títulos, llenos de “causalidad irónica”, de los varios bocetos preliminares; seguir las pesquisas de las relaciones formales entre la imagen que vemos al asomarnos por los agujeritos del portalón y la historia de la pintura; interpretar eso que se ve, básicamente una mona lisa, esto es, un coño rasurado, como una revisión sexuada de la Gioconda; conocer al tal Puignau que gestionó la localización, compra y envío de la famosa puerta cerca de la cascada de la Caula ... o, por el contrario, hacerle caso a Duchamp y pensar que puertas hay por todos lados y que en todas, sin excepción, se puede uno hacer un agujerito y mirar, pues, seguro que encuentra algo fascinante a lo que darle una interpretación tan enrevesada y perifollesca como se le antoje, o como su potencial público tenga a bien agradecer.

Parcerisas es una gran experta, una concienzuda historiadora repleta de datos, y, además, sabe mucho, pero aquello que sabe ¿es lo que realmente importa? ¿no estaremos viendo la obra de Duchamp –y la de tantos y tantos artistas de la vanguardia- como si de planchados, almidonados y alcanforados trajes de domingo se tratara? ¿no deberíamos ser ya –de una vez- capaces de coger lo que nos dan -los modos de hacer, de respirar y de estar divinos- y usarlos todos los días?

O Duchamp era un cantamañanas o el resto del mundo lleva medio siglo cogiendo el rábano por las hojas y poniéndose ciego a comer hojas... o ambas cosas. Piénselo Vd. –si le place- el domingo que viene.

Grande Duran




Raíces y puntas de la bohemia castiza


Dice Andrés Trapiello que el gran invento del Romanticismo, aportación lo llama él, fue, precisamente, esa de poder ser romántico sin haber escrito una línea de mérito. La vida: eso era suficiente. Pero para que una vida fuese suficiente uno, que menos, habría de tener buena planta, grandes gestos, cierta belleza indecible, una aguda mirada y, por supuesto, una afilada lengua. Uno, además, debería hacer lo contrario de lo que las normas, las buenas costumbres y las gentes sensatas aconsejan, esto es, morder la mano que le da de comer y, si llega el caso, desgarrarla. Luego, y si seguimos en el siglo XIX, hacer un viaje de peregrinación a París para acabar de pulir a este sublime ser, este poeta sin necesidad alguna de poemas.
Alejandro Sawa se fue a París, no tanto por concretarse sino por huir de ciertos turbias truculencias literarias y por evitar, al menos por un tiempo, el deber moral de pegarse un tiro entre ceja y ceja en esta España pacata y apretá. Y ahí, en París, se quedó pues, al regresar tan solo en carne, no pareció ya entero, ya no volverá ni Alejandro ni Sawa. Hablará con un deje afrancesado, con las erres gangosas, la soberbia en cada frase, y una larga ristra de palabros que introducía por acá y por allá tal y como hoy los enterados incluyen sus site-specifities performativas postqueer transapotropaicas, así pero en afrancesado, con la boquita de piñón, que era a lo que uno había de sonar para estar a la última en el pasado cambio de centuria.
Por este premeditado deje aristocrático le llamarán “el Magnífico” y “el Excelso”, una magnificencia que le impedirá perder la compostura ni tan siquiera en sus últimos años, que fueron todos, de miserias, lumpen, remiendos, frío, y casas de empeño. Rubén Darío lo retrata con tres adjetivos “brillante, ilusorio y desorbitado”. Era sin duda brillante en sus textos y en su misma vida, más por coherencia que por lustre, ilusorio si se le juzga justo por el otro extremo de la primera aproximación y desorbitado, sin duda, como los grandes personajes, aunque la verdad que nunca saldrá de la propia órbita que él se diseñó, otra, claro está, diferente a la órbita que los “miserables monocromos”, como el los llama, suelen frecuentar.
Cuando Sawa dice eso de, “Yo soy el otro; quiero decir; alguien que no soy yo mismo (...) Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mi mismo”, no será ni el primero ni el último. Rimbaud lo dijo, Baudelaire, a quien solo podían perseguirlo en su carne y no en su alteridad, lo dijo. Muchos han sido los poetas que lo han dicho de un modo u otro, una vez quedó inaugurada la tradición de la fetichización del autor en aras de su misma liberación. Una liberación que los salvase de su inevitable condena, la de ser considerados burgueses por la bohemia y bohemios por los burgueses. Al final esa alteridad desnutrida y huesuda solo le queda morir un poquito tarumba, envejecido prematuramente por el alcohol y la vida de tasca, y crónicamente enfermo por cabezonería y, una vez más, coherencia. Así hablará Valle-Inclán de él, de Max Estrella que es él, Sawa, en Luces de Bohemia, “Tuvo el final de un rey de tragedia. Loco, ciego y furioso”. La furia irá implícita en el personaje, una furia desdeñosa que quizá le llevará a escribir tan solo para datar su cólera contra todo y contra todos, contra el zafio y vulgar dinero, la engañosa y gorda gloria, y la supuesta posición en un mundo de mediocres.
Como dirá Djuna Barnes la máscara hay que conservarla aunque corra un reguero de sangre perpetua cuello abajo, una vez puesta, la máscara del poeta debe permanecer bien encajada, hasta las últimas consecuencias, sino uno ni es poeta ni es leyenda ni es nada de nada. El libro, Iluminaciones en la sombra, es una suerte de Mi Corazón la Desnudo, como el de Baudelaire pero en castizo. Ruben Darío, que escribió el prólogo original por encargo de su fiel Juana, hablará de él como de un Dandy agriado por los vinagres empozoñados de la pobreza, un dandysmo que mostrará de modo permanente su clara superioridad espiritual tiñéndose todo él de púrpura, un púrpura apolillado y oliendo a lepra, pero, y eso es lo más importante, dignamente aristocrático.
Así vivió Sawa, y, en este libro parece querer remediarlo ahondando, paradójicamente, en su catastrófica percepción del mundo y de si mismo, “Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres...”, y eso, que escribió en 1901, con 39 años, será precisamente lo que evitó y evitará toda su vida, ser como los demás hombres. Así pues se narrará a si mismo, pedacito a pedacito, en un collage de párrafos sueltos, a modo de diario, en los que vuelca todo su asco, toda su soberbia, toda su lucidez, su spleen, su enui o su vulgar aburrimiento. A Sawa se le pegó el dandysmo en su viaje a París y con él, y solo con él, regreso acá para escribir este libro lleno de Verlaines, Baudelaires, de Mussets, Mallarmes, Gautiers, Houssayes, Barréses, y hasta varios Napoleones, uno o dos Nietzches y un Shopenhauer, gritos monárquicos, juegos de vida por puro desprecio a la vida, y literatura hecha, no escrita. “Mire usted: usted escribe literatura, yo la hago”, y ahí, y solo ahí, llevaba razón.

Grande Duran

Nobleza Obliga


Para generar un mito de uno mismo y quedarse como si tal cosa, hay que echarle, no sólo drama sino también un poquito de cara, hacer como si aún anduviéramos a mediados del XIX y, si puede ser, pillarse un abono-transporte que nos lleve a dar una vuelta por el infierno con cierta regularidad. Así uno se pone en plan Baudelaire y así, como el francés, puede uno afirmar ser uno de esos que “siempre preferirán el dolor a la muerte y el infierno al no ser” . Así son las cosas, cada instante de tu vida debe ser extremo, espeluznar, dejarte “en bragas”, aunque estas bragas las aderece uno con unas patillas bien pintonas, a lo García-Alix. Todo ha de ser terriblemente doloroso, pero tú no te preocupes, luego te pasas por casa de tus viejos, haces la colada y te tomas un colacao. El infierno de la bohemia trasnochante tiene, como cualquier infierno que se precie, sus protocolos: la heroína, extremada y narcotizante, los porritos, un poquito de pentazocina, o palfium, dolantina, pentapón, sosegón, alguna dexedrina, o bustaid para espabilar, unas rayitas de coca, unas gotitas de tilitrate, ampollas de clorhidrato mórfico, y mucho ron negrita con coca-cola, mucho. Incluso los momentos de farra deben conllevar su lado oscuro, su parte siniestra, pues se participa de la fiesta a sabiendas que todo acabará mal. Las casas donde uno vive, destartaladas casi siempre, los amigos, artistas y figurantes, los amores y las broncas, los palos y las pistolas, el ir y venir, la muerte de su hermano, la cárcel de un colega, el exilio voluntario de un tal Fernando, y más muertes, muchas muertes, todas de bellos, jóvenes y extremados románticos en un mundo cruel. De Madrid al cielo son cinco o seis calles. La calle Encomienda, la Plaza de Santa Ana, la calle Desengaño, cerca de Ballesta, donde las putas, la Gran Vía, para subir y bajar, bajar y subir con el mono si hay pánico y, sin saber cómo ni porqué, la heroína se acaba en Madrid, y Montera, también un palacete venido a menos en las afueras y también la Nave cerca de Vallecas, donde el Canto de la Tripulación comenzó su singladura.
Moriremos mirando, una recopilación de escritos de Alix comienza sentando las bases de este, su personal mito, Visiones, el primer conjunto de textos comienza así: “Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ese soy yo”, y “yo”, claro, también resulta ser él que así, como quien no quiere la cosa, habla de sí mismo como personaje, un personaje extremo, algo desmedido, canalla, autodestructivo, perdido pero de buen corazón, a quien salvará de la desintegración final otra obsesión narcotizante: la fotografía. Un otro que –siguiendo el manual del perfecto romántico- debe preferir el dolor a la muerte para poder ser él mismo. Un mismo que se repite hasta la nausea como un Long Play de aquellos que se rayaban. Los de ahora ya no se rayan, sólo dan por culo. García-Alix, no sé si por fijar en el cerebro del lector los pilares de su extrema biografía, por simple despiste o por ser tan netamente moderno, consigue reunir las virtudes de los dos tipos de discos. En este primer conjunto, el de yo y Alberto, Revelador, Paro, Fijador, editado por primera vez en No me sigas ... estoy perdido..., La Fabrica Editorial y No Hay Penas, 2006, está ya todo, todo, ya se ve, las no-penas, la farra, los amores, las muertes, la droga y el drama, como en La Fanfarlo de Baudelaire su primera obra de juventud donde está también ya todo. Los artículos que completan Visiones, El arma de un crimen, “Matador”, 1997; La Línea de sombra, “Eñe”, 2005; Salvados, “Historias de la fotografía”, 2002 y Del Desengaño a la cruz, “El Europeo”, 1995, son variaciones sobre el mismo tema. Un superviviente, un héroe de Filipinas, el último náufrago con aires de niño mal criado que maneja frases cortas con soltura y donaire. Un Bukowski castizo, con menos whisky y más opiáceos, más colegas que aparecen para ser tan sólo retratados siempre en la superficie. No miréis más, todo está en la superficie, decía Warhol, al que, también debían admirar a juzgar por el también mítico “Cascorro Factory”, otro garito de iniciados.
Para Warhol todo era digno de ser fotografiado, para Alix sólo son buenas las fotografías que tienen muerte, sensualidad, reflejan el fracaso de vivir o un eterno, y trágico, carnaval; la Movida, como quien dice. La fotografía no es más que una “zorra” que me somete, escribe, y yo no más que “un cíclope con un ojo anhelante” y el ya mencionado abono-transporte. En el segundo bloque, Fotografías, se reúnen diversos textos que han ido apareciendo en sus exposiciones desde el 95 hasta el 2008; y en sus libros, Color, 1999 y Bikers, 1993. Repasa obra y repasa también reflexiones, tremendas reflexiones, extremadas, en las que al fotografía tan solo es lo perdido en diez letras. Hiperinflacción de la mirada, y del ya no somos como somos sino como éramos y si no te acuerdas es porque la locura está cerca. Un dramón como ven.
Al llegar a las Pasiones ya el mito de sí mismo no se tiene en pie y se sienta a tomar el sol en un banco del parque, como un yonqui en chándal de los de toda la vida. Se amortigua el drama y Alberto es uno y único. Una suerte de abuelo cebolleta que ahora se deleita en introducirnos en los pormenores de la historia de las motos, de todas en general y de la Harley Davidson en particular, las cosas son diferentes en una Harley ya se sabe. Además, nos queda el trepidante mundo de los tatuajes, desde la momia de Similaun hasta una esbelta dama que decora una parcela de su cuerpo y sutilmente apaga un cirio con un pedete, pasando por los polinesios, los presidiarios, los marginales y por supuesto los marineros que, una vez recorridos todos los mares del planeta podían tatuar una hilera de ropa interior femenina en una cuerda que colgaba de sendos picos de pájaros azules, uno a estribor, tetilla derecha, otro a babor, tetilla izquierda. En fin, todo, todo, todo lo que usted debe saber sobre el arte del tatuaje, su gran pasión. En el tema del motociclismo no me detendré pero también aparece documentadísimo, contado con la excitación de un chiquillo que te enseña sus cromos, los que tiene y los que aún le faltan. De las frases cortas por doquier al dato pormenorizado, de la chiquillería a la chochez en tan solo unas páginas. También Bowie, y los personajes que inspiran, Hank Williams y su traje blanco, nobleza obliga.
Lo mejor del libro, Amigos, penúltimo bloque. Alberto sale, al fin, de sí mismo y habla de sus compadres: Ana Matías, Quico Rivas; Ricky Dávila; Yiyo; Ángel; Javier Corcobado; Santalla. Esta parte no solo está muy bien escrita sino que se disfruta del tirón. Ya no hay bikers cerveceros que te eructan en la cara a la mínima de cambio, ni muertes prematuras sobre ondas enloquecidas, tampoco hay amores de madre ni agujas sin desinfectar. Aquí hay historias, está una Manila de excitante tagalo, de tifones y lluvia sucia, una ciudad catastrófica llena de “pasensya”, están los escarpines blancos de Corcobado, el lacio pelo del frustrado Yiyo, y si no hay viento habrá que remar, y una magnífica cita de Celine en la que intentamos “morir bonitamente”. Alix se equivoca cuando dice, “No soy capaz de inventar. No tengo nada que contar que no sea yo mismo”, sí que sabe inventar y muy bien, siempre y cuando estira las piernas mentales y sale del centro de si mismo, lugar que, me parece, le gusta muchíiiisimo. Para terminar, Guiones, un ensayo coral, también potente, en el que se da voz a todos los amigos que aún están, desde Javier de Juan, a Cuqui, el del varadero, a Reyes Caballero, la única hembra de sus siete calaveras, y Jodorowski. Los otros, los muertos, están -como es lógico y notorio- en el Reina Sofia, en la galería de retratos que componen la exposición De donde no se vuelve.
El libro, de la colección BlowUp Libros Únicos, muy bien editado por la Fábrica, consigue su propósito, “encerrar en sus páginas la esencia de los grandes creadores”. Otra cosa es que la esencia de este gran creador sea un gigantesco ombligo lleno de migas de pan seco, de colillas y de cornamentas de los ciervos que su padre cazó, que se encuentre parapetada en el centro de un sí mismo. Un centro que se devanea entre la exquisita educación que tiene muy a su pesar, y esa insistencia en epatar a base de escupirte a la cara restos de pincho de tortilla, de porras y de lentejas mientras habla, sin parar de comer, con esa voz ronca que le caracteriza. Una esencia tremendamente seductora sin lugar a dudas y algo repelente, todo hay que decirlo, por su estar en el mundo de un modo insistente y premeditadamente bipolar, un modo que se justifica a base de sobredosis de trascendencia trasnochadamente romántica, a base de dolor y de hipotecar parcelas de infierno como única vía para poder ser. Pese a ello, o quizá por ello, el libro, la verdad, merece la pena.

de como hacer visible la in-definición de la “juntura” (con comillas y paréntesis al gusto)

Es este un libro rico en diagnósticos y perspectivas, un buen análisis de alguno de los problemas centrales de la producción contemporánea de cultura. Entre estos se destaca la transición que lleva de un arte, el de los ochenta, centrado en una cansina crítica de la representación, hacia un arte de contexto que emerge en los noventa y que, reconectando con prácticas mucho más antiguas, tiende a funcionar mediante intervenciones de carácter táctico orientadas a transformar los sistemas de relaciones concretos, los que, por lo visto, tenemos que combatir para vivir una vida decente.
Si no queremos conformarnos con un arte tan dominical como el del chándal y la paella “en la periferia de lo experiencial”, es obvio que hay que explorar formas de organización de la productividad artística y la sensibilidad estética que sean relevantes para la organización de nuestros pequeños –o no tan pequeños- mundos de vida, que sean legibles, como pedía Flaubert, como formas de vida. El problema para el autor de estas Ob-Scenas, Pedro A. Cruz Shánchez, es la comparecencia de una misteriosa “desactivación automática y a priori” de cualquier programa de actuación que pretendiera desestabilizar los juegos de lenguaje del poder a la vista. No está muy claro porqué, pero eso es lo que hay.

El autor sostiene que toda práctica artística opera inevitablemente en el dominio de la representación, de la que no pueden escaparse –visto lo visto- ni siquiera estas prácticas de intervención táctica que ya han dejado de trabajar en los museos y de producir cachivaches para ellos. Por cierto que la noción de táctica que manejan estas prácticas tiene mucho más que ver con De Certeau que con Luckacs, un autor –por otra parte- cuya Estética habría que recuperar y que nos alegra ver citado en el ensayo que reseñamos. El arte de contexto recupera la noción de táctica de De Certeau precisamente porque así incorpora diferentes registros, modos de hacer que exceden el limitado campo de la representación. Por lo demás al producirse como modos de hacer romperían por completo la distancia entre representante y representado, quebrando la espina dorsal de esa representación que estructura los mecanismos de sujeción tanto en el arte, la democracia formal “representativa”, como en la economía del capital especulativo. Pero esto es harina de otro costal.

Lo que hay que ver en este libro es que para su bien documentado autor, “lo que se encuentra detrás de este desarme político del arte es un estado de improductividad de la imagen, una suspensión de su actividad como mediadora de significados” y claro, como todas las prácticas artísticas están abocadas a producir imágenes, y nada más que imágenes, pues no hay quien consiga ver nada de nada.
Hasta aquí hemos seguido con la vista al autor, pero a eso de la página 21, al ritmo que su “argumentario” se va deslizando hacia su “mismidad absoluta y pletórica”, le vamos dejando, también a ritmo, de divisar. En el momento en el que se nos informa de que “la visibilidad en la cultura sobrevisualizada de hoy ya no tiene nada que ver con el ver”, la vista se nos nubla y ya ni tres en un burro vemos. Quizá no somos como ese tipo de “espectador que disfruta no sólo de lo que ve, sino más propia o impropiamente de ver y de verse ver viendo que el cuerpo que ve es mostrado”, quizá no compartimos su deseo de llegar a ver “una visualidad crítica que reactive el potencial político del ver”. Pero una vez visto, y no visto, lo visto y si te he visto no me acuerdo, vemos que en lo que resta de texto, –y queda aun un buen cacho por ver- “lo que percibe el ojo ya no es el resultado del ver sino de lo “ya visto”. Y visto, muy visto, está el repaso que el autor hace -a una media de tres citas por página- del repertorio habitual de la teoría política más visible y brumosa: Badiou, Rancière, Mouffe y su poco de Deleuze que siempre luce a lo Irigaray. Muy bien documentado –como ya hemos dicho- pero un poco corto de vista resulta, en este único aspecto, el autor.
Por otra parte, resulta muy iluminador y francamente recomendable el repaso que hace de la noción de obscenidad, con la que tradicionalmente se aludía a lo que debía quedar fuera de escena, lo que debía ser excluido de la representación. El autor tras revisar las claves de la postmodernidad teorizante y dejar ver que “se hace justicia a lo visible al otorgarle plena autonomía respecto a lo invisible” acaba por asumir operativamente la definición tradicional –¡lo que hay que ver!- y entender “lo obsceno como la excepción o el desecho del sistema”, perdiendo así de vista lo que pudiera ser la evolución fundamental de la obscenidad en el capitalismo tardío. Una evolución esta mediante la cual se aplica la obsolescencia programada al ámbito de la intimidad y al propio cuerpo: ya no hay quien no haya visto las más truculentas tripillas de los hermanos pequeños del Gran Hermano, ya no hay límites claros para la publicidad en su agotadora búsqueda de la diferencia. Lo obsceno ya no es el desecho del sistema, al igual que el ruido ya no se contrapone a la señal ni los atascos a la circulación fluida. Lo obsceno es, ya hace tiempo, el filón más preciado para el capital que busca diferenciar sus productitos orientados a saturar el mercado de nuestra vida emocional. Cuesta ver cómo podría articularse desde ahí una visualidad crítica, como la que reclama el autor que sin duda espera grandes cosas de “el transito desde el “entre-ver” -o visión difusa, no del todo clara- hasta el “ver-entre” -visión nítida, intensa, de la “juntura” del intervalo-”.

Por cierto que si alguien ve la visualidad de la “juntura” esa del intervalo conflictivo ese, que avise. Por favor.

Grande Durán

Sontag Bloody Sontag


Susan Sontag lo escribió en 1977, Edhasa lo publicó en 1996, Alfaguara en 2005 y ahora es DeBolsillo quien publica “Sobre la Fotografía", en una colección en la que pueden también encontrarse otros grandes clásicos como “Vidas Cruzadas" de Danielle Steel, o “El agua prometida" de Alberto Vazquez Figueroa. Seguro que Sontag, imperturbable ante todo, no encontraría reparo alguno a tal compañía e incluso, ya puestos, le pillaría el punto de distinción camp que, sin duda, tiene la cosa.

“Sobre la Fotografía" pretende ser, y en algunos momentos lo consigue brillantemente, un libro de ensayo. Con tan loable fin Sontag va enhebrando una serie de cuestiones una tras otra como Dios manda y, eso sí, las deja todas con los bajos bastante deshilachados, como aquellos pantalones vaqueros de los 70 que también tenían su punto camp.
El libro se fue tejiendo a los largo de muchos artículos aparecidos en el the New York Review of Books, publicados a lo largo de la década de los años 70, y hete aquí una pequeña cuestión: al ponerlos todos juntos el discurso va y viene, viene y va pero al final no parece llegar a lugar alguno, aunque visite muchos.

Comienza la americana en la caverna platónica, en la que todo existe tan sólo para culminar en fotografía y por tanto cabe cuestionarse si uno vive o documenta. Si eligiese la segunda opción, entonces, ahora se preguntaría uno el porqué de cierta plastificación ante cualquier imagen de dolor o de ese “atiesamiento“, como lo llama ella. En la caverna la filósofa nos tacha de vaciadores de imágenes, a todos, sin excepción y sin piedad, mentes huecas y perfectamente manipuladas. Y desde la caverna nos lanza a los EEUU de Norteamérica, a un país visto en fotografías, como en un espejo, oscuramente. En Norteamérica todo se hace importante pues es un país al que no le queda otra, ya que debe inventar su historia con fragmentos de presente, un país propenso a los mitos de redención y condenación, segun la misma americanísima autora, al que sólo le queda el consuelo de lo surreal, al menos en la misma mente de esta misma americanísima para la que todo, o casi todo, se puede explicar bajo las miras de lo “surrealista“. Todo para Sontag, y ahí es fiel a si misma, y a su generación, es o se convierte en surrealista. Desde Whitman hasta Warhol, pasando por Stieglitz, Hine, Evans, Steichen, hasta, y aquí nos quedamos, Diane Arbus, la gran obsesión de esta otra mujer. Un toque BeeGee, que no puede faltar si es que de fotografía y de Norteamérica hemos de hablar, y para rematar, por supuesto el refugio de todo un país en los “consuelos surrealistas“, y “norteamérica es un país surrealista por excelencia“, como no.

Pero si avanzamos por este remedo de ensayo nos topamos con los objetos melancólicos, que, -lo han adivinado- no son otra cosa que “surrealistas“, con su nuevo canon de belleza, claro, surrealista, y la fotografía como la expresión privilegiada, o culminante, de toda ansía „surrealista“. Que gran palabra, una palabra que no se sostendrá si no se regresa, aunque sea por decencia, un poquito a Europa. Rescatará la autora pues al gran Baudelaire, para hablar del flâneur y la melancolía, que ahora deviene, dice, fotógrafo, un fotografo que es vaciador y que podría ser, por que no, August Sander, el más europeo de los europeos, no por nada sino porque ya no es surreal, sino científico, un ser distanciado del mundo, un cirujano. Característica esta que lo separa, absolutamente, de Norteamérica, un país que imposibilita, por definición, la fotografía científica ya que allá, otro planeta, todo deviene reliquia y el fotógrafo no registra el pasado, que no existe, sino que debe, además, inventárselo. Y lo dicho, “Norteamérica, ese país surreal, está plagado de objects trouves“, ya les digo. Solo nos falta ciertas pinceladas de Walter Benjamín y su colección de citas, y el fotógrafo que aun siendo un poco flâneur debe además ser bastante coleccionista, por asentar su estar en el mundo sobre hombros sólidos, digo yo.

En el heroísmo de la visión, cuarta entrada, la moda y el surrealismo y el dolor y el surrealismo. Ahora bien, salen acá a colación temas centrales para el arte contemporáneo, como el del valor de las imágenes en sí mismas, con independencia de aquello que pretendan o no representar o el de la estricta e irremediable contextualidad de sus prácticas: la fotografía nos dice Sontag – y esa tesis podría ampliarse al conjunto de las artes visuales- tiene un significado completamente diferente en función de cual haya sido su contexto de producción y distribución. Eso sí, tampoco se le pueden pedir peras a Sontag: sus vislumbres teóricos no pasan del escarceo, no ahondan ni articulan y suelen confundir en un mismo batiburrillo elementos claves –como las nociones de función y de significado, al tratar sobre la mencionada cualidad contextual-.

Al final algo de evangelios fotográficos, el mundo de las imágenes y breve antología de citas. El problema en todas ellas es que ciertas nociones argumentales relacionadas con la técnica, con los avances en la tecnología, se nos aparecen lejanas y casi decimonónicas, no sólo referidas a la aparatología sino tocantes al argumento también.
Sobre la fotografía se organiza pues como una colección de ensayos que en lo flojo de su articulación, desde luego, se adelantan considerablemente a su tiempo. Ahora todo el mundo publica libros estructuralmente tan deslavazados como éste y claro ya ni llama la atención ni es lo mismo. Seguro que si Sontag viviera le daría ahora un aire mucho más sistemático, un aire casi de „tratado". Y eso si que sería camp.

Con todo, los ensayos de Sontag, como ella misma que siempre estuvo divina, tienen buen envejecer a primera vista. No deja éste de ser un buen libro como todos los suyos, un clásico en la aún imberbe –pese a Sontag- gestación del discurso fotográfico. Un ensayo bueno, como decimos, para empezar a pensar, a fogonazos, sobre la fotografía, asumiendo eso sí que a buena parte de los elementos que traman el discurso de Sontag, que bien pudieron resultar visonarios hace un tiempo, se les ha puesto la cara un tanto acartonada y las carnes fofas, como a paul McCartney pero en conceptos filosóficos, no sé si me explico.


Grande Durán

Amor en forma de pera


Hay quien sostiene que hubo una primera vanguardia, anterior a la histórica, a la que pertenecieron Apollinaire, Schwitters, Satie o Elsa von Freytag-Loringhoven, quienes –se dice- destacaron por mostrar cierta integridad entre sus propuestas artísticas y su vida día a día, cierta coherencia estética, coherencia que un Breton, un Dalí o un Duchamp fusilaron sin pudor para ser capaces de nadar y guardar la ropa. En estas “Cartas a Lou”, Apollinaire, no sólo nada imperfecta y gorditamente desnudo y sin ropa a la vista sino que cambia el agüita clara por un espeso lodazal de trinchera, a la que irá, voluntariamente, a dejarse la piel, entre otras cosas. Seguro de su deber de hacer llegar a la posteridad tan irreversibles pérdidas, Gui se esmera en datar sus hazañas bélicas al tiempo que glosa gozoso la “entrega a la fiesta de la carne” que supuso su enamoramiento de Geneviève-Marguerite-Marie-Louise de Pillot de Coligny-Châtillon, cuyas cartas –pese al perifollado apellido- no parecen tener tanto valor para la posteridad.

El autor de “Las once mil vergas” escribirá ahora unas once mil cartas y otros tantos poemas dedicados, en principio, a su lobita adorada, su tesorito archiquerido, su cara estrellita titilante. Además Apollinaire salpicará la correspondencia con algunos de sus caligramas en forma de higo, de espejo, de cañón, de sable o de corazón atravezado por una gruesa y enhiesta flecha. Las cartas, los poemas y los caligramas encierran la pasión por una aristocrática, sensual y a menudo desdeñosa “lobita mentirosa” Lou, una mujer mezcla de diosa adorada y diablesa de la bohemia. Esta pasión quedará atrapada en una cargada retórica, una cascada descriptiva en que la noble y díscola dama se transforma en una totalidad reconstruida a base de pedacitos de los más sorprendentes orígenes. Su tesorito tendrá, por ejemplo, unos pechos como potras que hacen cabriolas y que, pese a ello, son dulces como ubres de cabra; una vulva más parecida a un cascanueces que a otra cosa; unas ninfas hipertrofiadas –a base de tocamientos, claro-, unos muslos como blancos cañones, un caramelito amarillo y tostado en la entrenalga, unos pies de pedestal, y unos cabellos a modo de sangre derramada. Un impecable ejercicio de estilo que tiene tanto que ver con el interés de Apollinaire por la poesía medieval como por los innegables encantos de Lou.

La edición es esmerada y la traducción buena, aunque claro leer oncemil cartas y variaciones sobre un mismo tema, junto con otros tantos poemas y caligramas, editados por partida doble en castellano y en francés, puede resultar algo reiterativo. Con todo no deja una de sorprenderse ante la combinación de imágenes poéticas donde “los obuses queman flores lascivas” con retazos de cartas donde el poeta explica con todo detalle cómo se hace, cada mañanita, tostadas con mermelada en tubo o cómo le sangra el culo desde hace ocho días a cuenta de haberle tocado en suerte un caballo más duro que los demás. Y aunque el lector quede tan macerado tras las once mil cartas como el mismísimo Mony Vibescu tras los once mil vergarazos, lo cierto es que la cosa acaba por gustar. Apollinaire, como Cravan, Jarry, Vaché o Elsa; hará poesía con su vida entera y será capaz de poner en juego sus diferentes registros sin complejo alguno. Por ejemplo, en una carta del 27 de enero de 1915, cuando Apollinaire está lanzadísimo glosando el culo de su amada, “orgulloso como un globo cautivo”, de repente cae en la cuenta de que Lou debe avisar a su madre de que le ha enviado unas naranjas... claro que, hablando de naranjas, le vienen a las mientes los pechos de su Lou, infinitamente exquisitos, como gatitos de sonrosado hocico, y ahí que vuelve.

Lo que no volverá a la vanguardia posterior será esa frescura, húmeda y embarrada, esa capacidad de fundir el arte y la vida, las nalgas y las naranjas en una unidad que como “una arandela de carne morena y grasa” reune todos los elementos de un genuino arte de contexto. Es bien sabido lo que harán con semejante unidad los mercaderes del arte, lo que sucederá con la exquisita arandela al tiempo que la vanguardia se vaya convirtiendo en la teletienda que ahora conocemos, donde sale uno a buscar a Lou y medio kilo de naranjas y se encuentra con Ana Laura Alaez con dos toneladas de pintalabios de peluche, cuyo efecto combinado –huelga decirlo- viene a ser peor que un obús del 75.

Grande Durán

Tanteo y organización


La historia de la modernidad es una historia de conflictos y tensiones ante las que conviene adoptar una u otra postura. Este libro es, en ese sentido, de incalculable valor. Sin temor a exagerar podemos sostener que estamos ante una de las obras más importantes de la historia cultural de Occidente. Los Modi son 16 posturas eróticas dibujadas en 1524 por Giulio Romano, discípulo de Rafael, y concebidas para ser grabadas y distribuidas masivamente. Se trata pues de una de las primeras piezas fundamentales –rara gesta- tanto de la pornografía como de la epistemología moderna. En el terreno de la erótica, esta pornografía pugnará, como hacen los científicos o los filósofos de la misma época, por la autonomía de sus respectivos campos. Del mismo modo que Galileo o Servet no querrán limitarse a la postura del misionero en su trabajo sobre la cosmología o la fisiología, las piezas de Romano y los Sonetos de Aretino, que también se recogen en este libro, son desarrollos de una “autonomía de lo erótico” que, junto con la autonomía de la ética o la de la ciencia, son fundacionales de la modernidad ilustrada. Los Modi introducen, entre otras cosas, el valor de la variación, de la diferencia, de la libre investigación y, sobretodo, representan la decidida apuesta por la autonomía de los discursos, cuya potencia para una sociedad abierta, flexible, y bien lubricada, es difícil exagerar.

Hasta entonces las representaciones gráficas de sexo explícito, o bien se adornaban con excusas mitológicas, como el sonado affaire entre Zeus y Leda, o bien se intelectualizaban restringiendo su distribución exclusivamente a terceros ojos bien cultivados o personal de noble extracción. Los Modi de Romano impuganrán ambas normas. El resultado será su inmediata prohibición y el encarcelamiento de Marcoantonio Raimondi, el grabador. Ante semejante tesitura y lejos de achantarse –que es una postura que puede parecer conveniente pero que acaba por producir serios calambres sociales- Aretino escribirá un “soneto lujurioso” para cada uno de los Modi celebrando jocosa y abiertamente, en cada postura, el acto sexual entre personas reales. Tras los Modi, la erótica ya no necesitará justificarse en ficciones mitológicas ni en falsas erudiciones.
.
Como decía Luigi Pareyson, toda producción artística consiste en “tanteo y organización”. En ese sentido, y olvidando la relevancia sociológica que ya hemos reseñado, es indudable que nos encontramos ante una propuesta gráfica y literaria de indudable valor artístico que Siruela ha editado impecablemente. Ana Ávila, profesora titular de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid es la maestra de ceremonias de esta cuidada edición en la que se reproducen y se estudian, con esmero zoológico digno del añorado Felix Rodriguez de la Fuente, las diferentes posturas que constituyen los Modi tanto en la primera edición de Romano como en la versión neoclásica realizada por Frédéric-MaximilienWaldeck entre 1840 y 1850.

Grande Duran