Dice Andrés Trapiello que el gran invento del Romanticismo, aportación lo llama él, fue, precisamente, esa de poder ser romántico sin haber escrito una línea de mérito. La vida: eso era suficiente. Pero para que una vida fuese suficiente uno, que menos, habría de tener buena planta, grandes gestos, cierta belleza indecible, una aguda mirada y, por supuesto, una afilada lengua. Uno, además, debería hacer lo contrario de lo que las normas, las buenas costumbres y las gentes sensatas aconsejan, esto es, morder la mano que le da de comer y, si llega el caso, desgarrarla. Luego, y si seguimos en el siglo XIX, hacer un viaje de peregrinación a París para acabar de pulir a este sublime ser, este poeta sin necesidad alguna de poemas.
Alejandro Sawa se fue a París, no tanto por concretarse sino por huir de ciertos turbias truculencias literarias y por evitar, al menos por un tiempo, el deber moral de pegarse un tiro entre ceja y ceja en esta España pacata y apretá. Y ahí, en París, se quedó pues, al regresar tan solo en carne, no pareció ya entero, ya no volverá ni Alejandro ni Sawa. Hablará con un deje afrancesado, con las erres gangosas, la soberbia en cada frase, y una larga ristra de palabros que introducía por acá y por allá tal y como hoy los enterados incluyen sus site-specifities performativas postqueer transapotropaicas, así pero en afrancesado, con la boquita de piñón, que era a lo que uno había de sonar para estar a la última en el pasado cambio de centuria.
Por este premeditado deje aristocrático le llamarán “el Magnífico” y “el Excelso”, una magnificencia que le impedirá perder la compostura ni tan siquiera en sus últimos años, que fueron todos, de miserias, lumpen, remiendos, frío, y casas de empeño. Rubén Darío lo retrata con tres adjetivos “brillante, ilusorio y desorbitado”. Era sin duda brillante en sus textos y en su misma vida, más por coherencia que por lustre, ilusorio si se le juzga justo por el otro extremo de la primera aproximación y desorbitado, sin duda, como los grandes personajes, aunque la verdad que nunca saldrá de la propia órbita que él se diseñó, otra, claro está, diferente a la órbita que los “miserables monocromos”, como el los llama, suelen frecuentar.
Cuando Sawa dice eso de, “Yo soy el otro; quiero decir; alguien que no soy yo mismo (...) Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mi mismo”, no será ni el primero ni el último. Rimbaud lo dijo, Baudelaire, a quien solo podían perseguirlo en su carne y no en su alteridad, lo dijo. Muchos han sido los poetas que lo han dicho de un modo u otro, una vez quedó inaugurada la tradición de la fetichización del autor en aras de su misma liberación. Una liberación que los salvase de su inevitable condena, la de ser considerados burgueses por la bohemia y bohemios por los burgueses. Al final esa alteridad desnutrida y huesuda solo le queda morir un poquito tarumba, envejecido prematuramente por el alcohol y la vida de tasca, y crónicamente enfermo por cabezonería y, una vez más, coherencia. Así hablará Valle-Inclán de él, de Max Estrella que es él, Sawa, en Luces de Bohemia, “Tuvo el final de un rey de tragedia. Loco, ciego y furioso”. La furia irá implícita en el personaje, una furia desdeñosa que quizá le llevará a escribir tan solo para datar su cólera contra todo y contra todos, contra el zafio y vulgar dinero, la engañosa y gorda gloria, y la supuesta posición en un mundo de mediocres.
Como dirá Djuna Barnes la máscara hay que conservarla aunque corra un reguero de sangre perpetua cuello abajo, una vez puesta, la máscara del poeta debe permanecer bien encajada, hasta las últimas consecuencias, sino uno ni es poeta ni es leyenda ni es nada de nada. El libro, Iluminaciones en la sombra, es una suerte de Mi Corazón la Desnudo, como el de Baudelaire pero en castizo. Ruben Darío, que escribió el prólogo original por encargo de su fiel Juana, hablará de él como de un Dandy agriado por los vinagres empozoñados de la pobreza, un dandysmo que mostrará de modo permanente su clara superioridad espiritual tiñéndose todo él de púrpura, un púrpura apolillado y oliendo a lepra, pero, y eso es lo más importante, dignamente aristocrático.
Así vivió Sawa, y, en este libro parece querer remediarlo ahondando, paradójicamente, en su catastrófica percepción del mundo y de si mismo, “Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres...”, y eso, que escribió en 1901, con 39 años, será precisamente lo que evitó y evitará toda su vida, ser como los demás hombres. Así pues se narrará a si mismo, pedacito a pedacito, en un collage de párrafos sueltos, a modo de diario, en los que vuelca todo su asco, toda su soberbia, toda su lucidez, su spleen, su enui o su vulgar aburrimiento. A Sawa se le pegó el dandysmo en su viaje a París y con él, y solo con él, regreso acá para escribir este libro lleno de Verlaines, Baudelaires, de Mussets, Mallarmes, Gautiers, Houssayes, Barréses, y hasta varios Napoleones, uno o dos Nietzches y un Shopenhauer, gritos monárquicos, juegos de vida por puro desprecio a la vida, y literatura hecha, no escrita. “Mire usted: usted escribe literatura, yo la hago”, y ahí, y solo ahí, llevaba razón.
Grande Duran
Alejandro Sawa se fue a París, no tanto por concretarse sino por huir de ciertos turbias truculencias literarias y por evitar, al menos por un tiempo, el deber moral de pegarse un tiro entre ceja y ceja en esta España pacata y apretá. Y ahí, en París, se quedó pues, al regresar tan solo en carne, no pareció ya entero, ya no volverá ni Alejandro ni Sawa. Hablará con un deje afrancesado, con las erres gangosas, la soberbia en cada frase, y una larga ristra de palabros que introducía por acá y por allá tal y como hoy los enterados incluyen sus site-specifities performativas postqueer transapotropaicas, así pero en afrancesado, con la boquita de piñón, que era a lo que uno había de sonar para estar a la última en el pasado cambio de centuria.
Por este premeditado deje aristocrático le llamarán “el Magnífico” y “el Excelso”, una magnificencia que le impedirá perder la compostura ni tan siquiera en sus últimos años, que fueron todos, de miserias, lumpen, remiendos, frío, y casas de empeño. Rubén Darío lo retrata con tres adjetivos “brillante, ilusorio y desorbitado”. Era sin duda brillante en sus textos y en su misma vida, más por coherencia que por lustre, ilusorio si se le juzga justo por el otro extremo de la primera aproximación y desorbitado, sin duda, como los grandes personajes, aunque la verdad que nunca saldrá de la propia órbita que él se diseñó, otra, claro está, diferente a la órbita que los “miserables monocromos”, como el los llama, suelen frecuentar.
Cuando Sawa dice eso de, “Yo soy el otro; quiero decir; alguien que no soy yo mismo (...) Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mi mismo”, no será ni el primero ni el último. Rimbaud lo dijo, Baudelaire, a quien solo podían perseguirlo en su carne y no en su alteridad, lo dijo. Muchos han sido los poetas que lo han dicho de un modo u otro, una vez quedó inaugurada la tradición de la fetichización del autor en aras de su misma liberación. Una liberación que los salvase de su inevitable condena, la de ser considerados burgueses por la bohemia y bohemios por los burgueses. Al final esa alteridad desnutrida y huesuda solo le queda morir un poquito tarumba, envejecido prematuramente por el alcohol y la vida de tasca, y crónicamente enfermo por cabezonería y, una vez más, coherencia. Así hablará Valle-Inclán de él, de Max Estrella que es él, Sawa, en Luces de Bohemia, “Tuvo el final de un rey de tragedia. Loco, ciego y furioso”. La furia irá implícita en el personaje, una furia desdeñosa que quizá le llevará a escribir tan solo para datar su cólera contra todo y contra todos, contra el zafio y vulgar dinero, la engañosa y gorda gloria, y la supuesta posición en un mundo de mediocres.
Como dirá Djuna Barnes la máscara hay que conservarla aunque corra un reguero de sangre perpetua cuello abajo, una vez puesta, la máscara del poeta debe permanecer bien encajada, hasta las últimas consecuencias, sino uno ni es poeta ni es leyenda ni es nada de nada. El libro, Iluminaciones en la sombra, es una suerte de Mi Corazón la Desnudo, como el de Baudelaire pero en castizo. Ruben Darío, que escribió el prólogo original por encargo de su fiel Juana, hablará de él como de un Dandy agriado por los vinagres empozoñados de la pobreza, un dandysmo que mostrará de modo permanente su clara superioridad espiritual tiñéndose todo él de púrpura, un púrpura apolillado y oliendo a lepra, pero, y eso es lo más importante, dignamente aristocrático.
Así vivió Sawa, y, en este libro parece querer remediarlo ahondando, paradójicamente, en su catastrófica percepción del mundo y de si mismo, “Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres...”, y eso, que escribió en 1901, con 39 años, será precisamente lo que evitó y evitará toda su vida, ser como los demás hombres. Así pues se narrará a si mismo, pedacito a pedacito, en un collage de párrafos sueltos, a modo de diario, en los que vuelca todo su asco, toda su soberbia, toda su lucidez, su spleen, su enui o su vulgar aburrimiento. A Sawa se le pegó el dandysmo en su viaje a París y con él, y solo con él, regreso acá para escribir este libro lleno de Verlaines, Baudelaires, de Mussets, Mallarmes, Gautiers, Houssayes, Barréses, y hasta varios Napoleones, uno o dos Nietzches y un Shopenhauer, gritos monárquicos, juegos de vida por puro desprecio a la vida, y literatura hecha, no escrita. “Mire usted: usted escribe literatura, yo la hago”, y ahí, y solo ahí, llevaba razón.
Grande Duran
Esta entrada me ha gustado mucho. La escritura es mucho más clara y confortable que la del hombre manierista ( tal vez porque allí hablabas de un libro en sí confuso)
ResponderEliminarPor cierto, la fotografía parece la de una mujer muy bella que se haya puesto una barba postiza para posar en Carnaval.